lunes, 25 de junio de 2012

Una noche en la Danza

La vida es muy complicada y la danza la hace mas simple. Una música rítmica mueve nuestros cuerpos sin querer. La pesadez de espiritu se olvida en un vuelo. Se dibuja una sonrisa animal y ya está: el baile ha disuelto las preocupaciones. Con la danza clásica, la misma sensación se vive por persona interpuesta. La libertad se ve y se disfruta en un cuerpo que no es el nuestro. Al no contar con palabras cargadas de significados, la danza es un arte puro y directo. Comunica solo con el movimiento y por eso podemos leer mucho y muy diverso.
La Compañía Nacional de Danza, que está muy bien gestionada, ha presentado en Madrid “Una noche con Kylian”, con tres piezas de Jiri Kylian, un coreógrafo checo afincado la mayor parte de su vida en Holanda. El espectáculo podría llamarse también “insomnio, amor y muerte”, porque las tres partes están netamente diferenciadas y contienen tres mensajes separados. Quizás uno de los intereses del montaje sea experimentar fases diferentes de un mismo artista, y como suele ocurrir, la evolución de sus enfoques.
La primera pieza, Sleepless, es la mejor, porque supone un condensado de danza contemporánea lleno de cuadros atrevidos que sugieren problemas muy actuales, como la soledad, las dificultades para entenderse, la vida rasgada en la gran ciudad, o la falta de referencias estables. Los bailarines habitan dos mundos, uno sus guaridas, donde quizás duermen o velan, y otro sus sueños, preocupaciones y pensamientos, que ofrecen al espectador. Los gestos individuales son fuertes y expresivos, y los pasos de dos constituyen magníficos complementos entre hombre y mujer. Aquí ofrezco una muestra bailada por el Nederlands Dans Theater para quien no pudo verla.
La segunda parte, en buena lógica, podría estar situada la primera, ya que es una recreación de los esquemas clásicos, con seis parejas, que durante un tiempo actúan de manera geométrica. La pieza se titula Petite Mort y claramente nos remite al tiempo de las amistades peligrosas y los mosqueteros, ese mundo en el que la muerte y la vida se jugaban en un duelo, y los amores eran todavía perdidamente románticos. Ellos manejan floretes, ellas vestidos rígidos y negros. En efecto, las ideas del amor y de la muerte flotan dibujadas en el ambiente, pero, salvo en los pasos de parejas, donde se vive la tensión, no trascienden.
Al final, la Sinfonía de los Salmos es un momento escenográfico espectacular, donde el rojo del fondo de alfombras contrasta con el gris de las ropas y la luz de través. La música de Stravinsky es perfectamente interpretada, pero resuena y ordena demasiado. La coreografía sigue al pie de la letra las melodías del compositor ruso pero, aún así, transmite un mundo de sensaciones religiosas. El destino de las parejas (cuerpo y alma, en lugar de hombre y mujer), avanza, ellos caminan lentos, mientras los sentimientos de culpa, los reveses de la vida, y las alegrías más salvajes se van sucediendo. Esos episodios les hacen salir del grupo y vivirlos intensamente, pero luego vuelven a integrarse en el río de la vida. La pieza tiene una solemnidad y una liturgia física que deja un tanto sin respiración.
Por eso, lo mejor, tras el ballet, es irse a tomar una cena al aire libre y reir hasta no poder más, para poder reconciliar tanta belleza.

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