En un
reciente viaje a Londres, tuve ocasión de visitar Apsley House, la casa del
primer Duque de Wellington. Entre los objetos que se guardan allí hay numerosas
condecoraciones militares españolas por victorias contra las tropas
napoleónicas en la llamada Guerra de la Independencia, como las batallas de Arapiles
o Ciudad Rodrigo. Esto recuerda la tormentosa historia europea, en la que a
veces nos encontrábamos en contra de los ingleses, como refleja la actual
exposición sobre Blas de Lezo, un marino de increíbles proezas, y otras con
ellos. Hay que esperar que estos crueles juegos de poder nunca vuelvan a resurgir
en Europa.
En la casa
de Wellington se conserva una notable colección de pintura española (el catálogo está disponible en Internet). La mayor
parte de estos cuadros fueron ganados por las tropas anglo-españolas en la
batalla de Vitoria, cuando el impuesto José Bonaparte abandonó su botín al huir
hacia Francia. Las obras fueron luego regaladas a Wellington. Entre estas
pinturas, hay alguna obra destacable de Goya o Ribera. Pero me centraré en las
de Velázquez y Murillo. Los maestros españoles, una vez más, destacan por su
profundidad y perfección entre otras escuelas.
El aguador
de Sevilla es una obra de juventud de Velázquez, donde destaca la jarra en
primer plano y el estudio de luces sobre los personajes. El barro del
recipiente, que lleva allí siglos, parece húmedo y recién hecho, a través de
trazos de pincel que se confunden con los dedos del alfarero. La vida también
renace a través de dos retratos de jóvenes desconocidos, uno de Velázquez, otro
de Murillo. El primero parece un hombre de letras, calvicie precoz y perilla,
que mira con cierta desesperación porque algo le corroe dentro del alma. El
otro es más rotundo, un tanto desaliñado, y su rostro cuenta una historia
personal repleta de experiencias.
Basta
admirar un rato estas pinturas, observar cómo esas personas siguen vivas a partir de
viejas telas y pigmentos, para poner en entredicho esa idea tan de moda de que
la pintura ya no tiene una función de representación hoy en día debido a otras
artes como la fotografía y el cine. Este es un buen argumento para hacer mala
pintura (y malos filmes). Evidentemente, la pintura contemporánea es mucho más
compleja y contiene más mensajes que la clásica. Ahora bien, toda es válida y
toda sigue generando en nosotros sentimientos. Con el añadido de que la pintura
figurativa clásica es inteligible y admirable por todos. El arte contemporáneo tiene muchas virtudes, pero la pintura clásica hace revivir el pasado y lo trae hasta nosotros.
La variedad
en la pintura y en el arte es una riqueza. Aquellos que aman lo moderno y
desprecian lo clásico dan a entender que todo tiene que ser abstracto, o
deconstructivo, o industrial. En cambio, la pintura figurativa también tiene su
lugar junto a las demás tendencias y constituye un reto artístico todavía. Puede
hacerse pintura fácil y rápida. Pero una ciudad, una cara o un paisaje siguen
reclamando una reproducción fiel a través de la pintura que al mismo tiempo
transmita la visión del artista sobre lo representado. Esta es la exigencia que tantas obras admirables de la historia
de la pintura siguen imponiendo sobre nuestra época.
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