miércoles, 14 de noviembre de 2018

Poema a un olivo

En mi casa de Madrid tengo un olivo. Solo uno. Un olivo. Tiene 87 aceitunas contadas porque dos se han caído. Un misterio. Dos han querido dejar el nido. Quizás el viento, quizás se creían mayores, las pobres, ¿o habrá sido un suicidio? La vida está mal, pero hay que seguir adelante y luchar. El olivo es muy joven, tiene 20 años, podría ser mi hijo. Como mis estudiantes. Todos esos árboles que he ayudado a enderezar, y partieron caminando al mundo sin poder ver sus frutos, sin saber si eran naranjas, algarrobas o penas lo que iban a dar sus vidas. Prefiero mi olivo. Quiero también a mis estudiantes. A todos los he querido, y he pensado al verlos: más os enseñará la vida, solo os he dado un lenguaje para que vuestros pensamientos sean puros, para que no se concentren en vuestro ombligo, para que sepáis que existen otros hombres y otras mujeres en el mundo, que sufren y mueren, y que no solo existe vuestro ombligo. Ahora partid, quedo solo con mi olivo. Los profesores y los padres quedan solos, y las gracias solo las dan los olivos.
En esta semana de lluvia y frío, las aceitunas han ennegrecido. Siempre las conocí verdes. Es una sorpresa verlas orgullosas lucir su nuevo abrigo. Aparecieron como lágrimas verdes, luego fueron uvitas verdes y duras, en verano su piel verde se arrugó y corrí a regar la tierra dolorida. En septiembre las olivas estaban llenas de promesas, eran ojos verdes estallando de alegría. Atenea eligió como símbolo el olivo, y los atenienses lo adoraron. Esto solo se entiende al dialogar con sus ramas, quitar los nuevos tallos verdes que amanecen, regar sus entrañas, y viendo cómo las aceitunas crecen y hablan, tan vegetales como humanas.
El año pasado preparé un aliño disfrutando cada repuesto de agua salada y gustando cada oliva amarga. Este año espero esa ceremonia tanto como el solsticio. La tierra, la lluvia y la planta hacen el milagro, y luego alimentan el cuerpo y el alma de quien las aguarda. Recibirlas todas ellas en una olla el día más frío del invierno, con ese golpe redondo que hacen al caer, mejor que Twitter. Cambiar el agua reteniendo las aceitunas entre los dedos hace olvidar whatsapp. Preguntar si están listas y esperar la respuesta en silencio no puede explicarse en Facebook. Aliñar con tomillo y ajo. Unos gajos de cebolla tan blanca como el cielo y el color del pimentón al manchar no están en Instagram. Cada uno hace el aliño a su forma dialogando con las olivas en silencio, y de nada sirve el postureo. Yo quise dejarlas un poco amargas porque recuerdan el sabor auténtico de la vida, con sus reveses y daños, no tanta milonga insípida y enlatada. Les puse al final un poco de aceite de Jumilla, como las curan en Aragón, para que conocieran a sus hermanas. La fina capa de aceite las hace resbalar en los dedos al cogerlas y eso me entusiasma. Así se escapan ante nosotros las ocasiones y así debemos agarrarlas, a la boca con suavidad.
Aceitunas curadas con amor de fuego desesperado, al quedar con vida dentro, también su sangre regaba los labios. Por fuera, el color de los granos de uva tinta, por dentro el de las cerezas. Feliz estoy. Mis pocas aceitunas van madurando. Otros tienen miles, yo no quiero más porque otros no tienen ninguna. Ahora, el recuerdo irrepetible de ese beso untuoso del año pasado, ese amor por lo pequeño, ese no saber si sabré curarlas igual, esa comunión con la poca naturaleza que sobrevive en la gran ciudad, ese milagro de crear algo de la nada, me da la vida y espera.

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